Por Cano Diaz.
Nací un 29 de febrero de 1976, en plena
dictadura militar, no crecí entre las hermosas calles de la comuna derechista
de Vitacura que alimentaban sus tertulias cada domingos con los muertos de la
dictadura o en Providencia comuna donde el eslabón militar tenia su guarida
infectada de ratones carroñeros de la vida. Crecí en un lugar donde vi al
pueblo defenderse, pelear, transformarse en una masa luchadora, de energía
insuperable y que jamás bajo sus brazos.
Un lugar donde los
limones en protestas eran el fruto más valorado, donde en cada casa había una
cubeta con agua para apagar la lacrimógena invasiva que buscaba callar los
gritos de lucha y la propia vida.
Habite un lugar
donde el compañerismo se valoraba, se creía en el y en los otros, se depositaba la vida, se
respetaba a la manada porque para muchos era el único refugio real de tan
sangrienta masacre. Sabíamos cuando salían de casa pero no cuando regresaban.
Vi la primavera y sus flores en forma de
corona fúnebre, una mezcla de aromas y muerte que te hacen sentir la fragilidad
de la vida.
Hoy hablo de ti,
Yungay o la Castrina, como muchos te conocen. Pocas veces hablo de ello, es difícil
sacarme el mandato "no hablar con nadie, no ir con nadie y jamas
hablar".
Crecí en una esfera
hermética de silencio, complicidad, compañerismo y lealtad que se encontraba
entre pocos. Veía pasar cada semana los camiones asaltados o mejor dicho recuperados
por el Frente Patriótico Manuel Rodriguez llegar a la villa repartiendo pollos
y otros alimentos que muchas veces eran escasos en las casas que conformaban
ese pequeño jardín de rebeldía y revolución.
Lo más cercano a la
derecha que conocí en mi infancia era el Partido Comunista y digo irónicamente
a la derecha, pues al otro lado estaba, el Frente Patriótico Manuel Rodrigues,
Lautaro, MIR y otras oposiciones a la dictadura menos diplomáticas que el mismo
partido. Mis mejores amigos y yo, sin saberlo, eramos parte de esa pequeña
rebelión, entre juegos y escapadas, lográbamos identificar a metros el aroma a
lacrimógena que nos daba la señal de alerta para entrar a la casa más cercana,
en mi caso siempre debía llegar a los brazos de mi padre Jose Diaz, hombre fuerte y contenedor, el cual era capaz
de hablarme horas mientras los vidrios de las casas y edificios caían.
Los gritos de una
familia resonaban entre los departamentos, la tortura no se apiadaba de
hombres, mujeres y niños, tampoco los ancianos podían mitigar el destrozo de
sus cuerpos. Muchas veces una madre desesperada gritaba la ausencia de su hijo
y no me refiero a la ausencia del secuestro sin retorno, muchas veces los
gritos hablaban de la ausencia del alma, cuerpos sin vida esparcidos por las
calles entre gritos, llantos, impotencia y desesperación. La sangre parecía no
lavar nada, mas bien dejaban la huella de quien no volverían.
Las tardes de
represión y violencia no eran casual, la villa nunca se rendía, las tocatas y
peñas formaban parte de la lucha, recuerdo las veces que mi padre, guitarra en
mano apoyaba cada acto que diera luz de esperanza a la democracia que jamas
llegaría.
Estábamos tan
familiarizados con la violencia de ese Estado verde, azul, negro y gris,
decorada con sus capas y mujeres de pelo enmarañado que en ocasiones parecia la
visita de la abuela un día domingo, de esas abuelas criticas, moralistas,
aquellas que nadie quería pero se debía soportar a la fuerza " cuando se
muere la vieja". Y claro como no hacerlos si la dictadura se instalo a
través de la fuerza, el poderío de las armas y la quema de la intelectualidad
fueron siempre su máxima contribución a la nación.
Entre toda esta
violencia aprendimos a vivir, sobrevivir, el dolor muchas veces se transformaba
en una señal de esperanza, nos recordaban que había valientes que luchaban por
un futuro de libertad e igualdad en donde el pueblo tomaría un rol protagónico
y encabezaría los cambios que ese 11 de septiembre de 1973 encerro en un bunker
de tiempo.
En traidor Pinochet
vendía al pueblo a otros mercados para llenar sus bolsillos de dinero y sus
manos de sangre. Recuerdo una ocasión en las “tardes de allanamientos”, desde
mi ventana veía como un carabinero sin importar las familias o niños que ahí
habitaban da la orden de romper los vidrios de todo un edificio de cuatro pisos
(vidrios que demorarían años en ser repuestos). Mientras gritaba; “díganos
ahora pacos culiaos, díganos ahora paco concha de su madre, díganos ahora... Se
creen tan valiente”, al terminar la frase el silencio se apodera del lugar, el
miedo paralizaba el alma y los ojos buscaban la próxima casa en que entraría la
furia verde a destruir hogar, vidas e historias. De pronto y entre el silencio
una voz se levanta y grita desgarrando sus pulmones “ paco culiao” era un
respiro de esperanza, ese grito nos recordaba que siempre existirían
luchadores, esos de verdad, luchadores que no requieren corbata ni adornar sus
palabras cuando se trata de defender al pueblo.
El tiempo ha pasado
sin embargo los recuerdos que hoy puedo verbalizar siguen tan vivos como
siempre, a mis amigos de la época en la democracia de lo posible, les llaman
los descolgados del Frente, Carlos Espinola Robles es uno de ellos, quien paga
con perpetua los daños que el Estado le provoco.
La memoria nos hace
pueblo, nos hace sangre, cómplices y luchadores.
La democracia no
puede avanzar con miedo al derecho y el derecho no se hace fuerte sin la
participación igualitaria de los pueblos.
Estas líneas van en
recuerdo de quienes lucharon por una democracia que no llego, para aquellos que
con piedra en mano se enfrentaron a fusiles.
Dedico estas líneas
a las ideas bombardeadas, a quienes son memoria, fuerza y ayer esperanza, hablo
a un pueblo cansado y luchador, a quienes hicimos Chile y patria durante la
dictadura.
En conmemoración a
cada nimita que fue levantada al defender la honra y honor de una población
cansada y no vencida, que sigue esperando la anhelada democracia.
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